viernes, 11 de febrero de 2011

- Etcétera -

El ‘etcétera’ es el descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes.

Enrique Jardiel Poncela (1901-1952)




Cuando cada cual entiende lo que prefiere entender, cuando uno supone las palabras venideras, y donde los puntos finales parecen no tener lugar. Cuando las comas acumuladas, amontonadas y apiladas, se hacen a un lado y dejan espacio a la palabra que todo lo sabe y a todo se relaciona.

Aquel momento en el que el silencioso abandono es impuesto a amplios términos, en el que los rumores cortan el aire, y en el que los ecos de lo no-dicho retumban en lamentos.
  
Y donde, a lo largo de la interminable lista de omisiones, encontramos sinónimos escondidos, ejemplos olvidados, palabras perdidas o, incluso, sentimientos reprimidos, que miedosos del destape que supondría salir a la luz, prefieren aguardar en la suspendida sombra que conlleva el etcétera.



- Aún recuerdo cuando, tiempo atrás, le pregunté a mi hermana hasta cuánto podía contar: 
‘Uno, dos, tres, cinco, seis, siete, ocho, diez, once, doce, etcétera’. -

viernes, 4 de febrero de 2011

- Recuerdos -

Él la miró. Como miraría Romeo a Julieta, Tristán a Isolda, Marco Antonio a Cleopatra o Dante a Beatriz. Pero no osaba plantear cierta pregunta, de la que temía no encajar la respuesta.

- ¿Qué te ha ocurrido? - Y sus ojos titubeantes dejaron entrever, por primera vez en muchos años, miedo.

Habían estado juntos, prácticamente, toda una vida.
Recordaba, como si fuera ayer, la primera vez que la vio. Con su sonrisa, que anulaba cualquier posibilidad de fijarse en nada que no la concerniera. Y esos ojos, que devolvían el reflejo de una noche de luna llena, y que centelleaban a cada nota de la voz que emergía de sus labios. Los mismos labios que quiso besar casi en el instante en que la conoció.
Recordaba también su primer beso. El dulce aroma que desprendía su piel, y el tacto sedoso del cabello entre sus dedos. Los susurros secretos en su primera noche.
Por más que lo intentara, no conseguía olvidar el sabor amargo de cada despedida, ni los eternos minutos, convertidos en horas, que transcurrían hasta el próximo encuentro.
Y lo que no quería, por encima de cualquier cosa, era olvidarse del calor que le inundaba el corazón cada vez que la veía avanzar hacia él, con la sonrisa que le enamoró, y aligerando el paso demostrando, así, que las ansias de verle de nuevo no eran exclusivamente suyas.

- Dime algo...

Habían pasado muchos años desde entonces. La deslumbrante melena rubia había ido dejando paso a unos cabellos canosos, y el cutis de terciopelo se había convertido, inevitablemente, en rugoso con el tiempo. Pero las arrugas no disminuían ni un ápice su belleza. A sus ojos, ella seguía siendo tan perfecta como el día en que la conoció.
Y era consciente de que ella no permitiría que la vejez se interpusiera entre los dos. Por eso, no alcanzaba a comprender su silencio. “¡Contéstame!”, estuvo a punto de gritar. Pero jamás le había levantado la voz. Y ella jamás había hecho nada para merecerlo.

Así que se limitó a mirar su cuerpo, yaciente, inmóvil y frío, acolchado entre almohadas de fino algodón, a través de ese cristal ya empañado por sus lágrimas.