miércoles, 14 de diciembre de 2011

- Eso que dicen -

Comentan por ahí (¡Por ahí! ¡Qué inutilidad de expresión!) que los silencios no se miden en segundos, sino en palabras que no se dicen. Sí, en esos momentos vacíos en los que tus labios querrían pronunciar tantas cosas que acaban por convencerse que los suspiros son la mejor solución. ¿Y realmente lo son? ¿Son las pausas (¡Qué preciados momentos!) preferibles a la vacuidad de los hipotéticos sonidos? Supongo que en determinados contextos (los adecuados) así es. Contextos en los que el otro, caminante a nuestro lado, desconocedor de nuestros pensamientos pero sabedor de nuestros deseos, reconoce interiormente que un silencio tuyo es preferible a doce mil palabras que carecerían del mismo valor. ¿Qué necesidad hay de hablar, entonces, si los mejores momentos se viven en la ausencia de conversación? ¿Con cuántas personas podrías entenderte solo con un gesto, una mirada, una sonrisa? ¿Qué? ¿Que con los dedos de una mano... Qué? Quita, hombre, quita. Con dos. Contigo mismo, y con tu otro yo. Con esa persona que conoce tus secretos, y que si no, está ansiosa por conocerlos. Esa persona que funde sus pupilas con las tuyas y que es capaz de contarte cuentos sin mover los labios. Que te canta canciones de cuna por las noches, aún no estando a tu lado. Esa... ¿Sabes de qué te hablo? Si tu respuesta es negativa, espero con todo el corazón (al menos, con la parte que aún me pertenece) que pronto puedas decir que sí.

Alguien me dijo alguna vez (alguien... ya estamos) que si hay la suficiente confianza con alguien no hace falta hablar. Ni buscar temas de conversación, ni jugar a adivinar lo que el otro va a decir, ni esperar respuestas consuelo, ni preocuparse por los silencios... Bueno, puede que no dijera tanto, pero yo lo completo. No te importa, ¿verdad?.

domingo, 13 de marzo de 2011

- Bajo la lluvia - Primera parte -

Cuando Marcos se instaló en el asiento del conductor, sus ojos pedían una siesta a gritos. Salía un poco tarde, pero considerando que era viernes y que, por lo tanto, terminaba la jornada al mediodía, su fin de semana empezaba pronto. Pero llovía. Ah, cómo odiaba la lluvia... Aunque a ratos.

La odiaba cuando debía ir a algún sitio, y el asfalto mojado le impedía circular con normalidad. La odiaba también cuando, cargado de bolsas y sin manos para sujetar el paraguas, las gotas salpicaban su cara y se mofaban de él. Pero cuando más la odiaba era en los fines de semana. Coño, toda una semana viendo el sol brillar desde la oficina y ahora se ponía a llover.

Claro que, a veces, la lluvia también le enamoraba. Cuando le servía de excusa para un "no, lo siento, es que lloviendo no me apetece... Mejor otro día", y podía quedarse acurrucadito en el sofá, con la manta verde que tenía vete-tú-a-saber-cuántos años cubriéndole los pies desnudos. Ah... Entonces la besaría y le cantaría baladas si fuera necesario. Pero no era el caso, joder. Ahora le tocaba conducir. Así que también tocaba odiarla.

Poner la radio (primordial y necesario), salir del aparcamiento, dirigirse a la derecha hacia la autopista, coger la autopista, kilómetro uno, kilómetro dos, kilómetro tres... Kilómetro nueve, salir de la autopista, recorrer calles que-si-no-conoces-te-pierdes y, finalmente, llegar a tu triste apartamento, solitario, frío. Y encima lloviendo. Marcos tenía estudiadísimos los veinte minutos de trayecto del trabajo a casa. Y de casa al trabajo.

Pero ese viernes se detuvo en la gasolinera (kilómetro cinco) a repostar. Diez euros. Joder, cada vez me cunden menos. También hizo una llamada para desear a su madre un feliz cumpleaños. Y una feliz Navidad y un feliz Año Nuevo, ya que estamos. Total, llevaban años sin verse...

Una vez retomado el viaje, y ya en el kilómetro ocho, vislumbró una columna de humo negro. Su cerebro dedicó un segundo y medio a analizar los hechos: seguramente sería un accidente; una pena. Se empezaba a formar el típico atasco causado por los morbosos conductores, que incomprensiblemente sienten la irrefrenable necesidad de aminorar la marcha, curiosear y evaluar daños.

Cuando Marcos empezó a distinguir -entre los cláxones de los vehículos - unas estridentes sirenas detrás suyo, se desvió por la salida 56 - pasada el kilómetro nueve - y siguió su camino. Le quedaban cuatro minutos.


viernes, 11 de febrero de 2011

- Etcétera -

El ‘etcétera’ es el descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes.

Enrique Jardiel Poncela (1901-1952)




Cuando cada cual entiende lo que prefiere entender, cuando uno supone las palabras venideras, y donde los puntos finales parecen no tener lugar. Cuando las comas acumuladas, amontonadas y apiladas, se hacen a un lado y dejan espacio a la palabra que todo lo sabe y a todo se relaciona.

Aquel momento en el que el silencioso abandono es impuesto a amplios términos, en el que los rumores cortan el aire, y en el que los ecos de lo no-dicho retumban en lamentos.
  
Y donde, a lo largo de la interminable lista de omisiones, encontramos sinónimos escondidos, ejemplos olvidados, palabras perdidas o, incluso, sentimientos reprimidos, que miedosos del destape que supondría salir a la luz, prefieren aguardar en la suspendida sombra que conlleva el etcétera.



- Aún recuerdo cuando, tiempo atrás, le pregunté a mi hermana hasta cuánto podía contar: 
‘Uno, dos, tres, cinco, seis, siete, ocho, diez, once, doce, etcétera’. -

viernes, 4 de febrero de 2011

- Recuerdos -

Él la miró. Como miraría Romeo a Julieta, Tristán a Isolda, Marco Antonio a Cleopatra o Dante a Beatriz. Pero no osaba plantear cierta pregunta, de la que temía no encajar la respuesta.

- ¿Qué te ha ocurrido? - Y sus ojos titubeantes dejaron entrever, por primera vez en muchos años, miedo.

Habían estado juntos, prácticamente, toda una vida.
Recordaba, como si fuera ayer, la primera vez que la vio. Con su sonrisa, que anulaba cualquier posibilidad de fijarse en nada que no la concerniera. Y esos ojos, que devolvían el reflejo de una noche de luna llena, y que centelleaban a cada nota de la voz que emergía de sus labios. Los mismos labios que quiso besar casi en el instante en que la conoció.
Recordaba también su primer beso. El dulce aroma que desprendía su piel, y el tacto sedoso del cabello entre sus dedos. Los susurros secretos en su primera noche.
Por más que lo intentara, no conseguía olvidar el sabor amargo de cada despedida, ni los eternos minutos, convertidos en horas, que transcurrían hasta el próximo encuentro.
Y lo que no quería, por encima de cualquier cosa, era olvidarse del calor que le inundaba el corazón cada vez que la veía avanzar hacia él, con la sonrisa que le enamoró, y aligerando el paso demostrando, así, que las ansias de verle de nuevo no eran exclusivamente suyas.

- Dime algo...

Habían pasado muchos años desde entonces. La deslumbrante melena rubia había ido dejando paso a unos cabellos canosos, y el cutis de terciopelo se había convertido, inevitablemente, en rugoso con el tiempo. Pero las arrugas no disminuían ni un ápice su belleza. A sus ojos, ella seguía siendo tan perfecta como el día en que la conoció.
Y era consciente de que ella no permitiría que la vejez se interpusiera entre los dos. Por eso, no alcanzaba a comprender su silencio. “¡Contéstame!”, estuvo a punto de gritar. Pero jamás le había levantado la voz. Y ella jamás había hecho nada para merecerlo.

Así que se limitó a mirar su cuerpo, yaciente, inmóvil y frío, acolchado entre almohadas de fino algodón, a través de ese cristal ya empañado por sus lágrimas.


martes, 25 de enero de 2011

- Vidas ajenas -

Personas desconocidas. Mundos extraños. Historias paralelas que, ajenas a su aislada naturaleza, se cruzan sin motivo alguno, sin contemplar ningún fin más allá del tiempo y el espacio compartidos en este trayecto de tren.


Chico, veintipocos. Leyendo concentradamente “el lobo estepario” de Hermann Hesse. Tejanos desgastados, cazadora de cuero y gafas negras de pasta. Todavía no le he visto levantar la mirada de las páginas amarillentas de este libro que le tiene absorto. He leído, de reojo, la contraportada. Ni siquiera me ha visto.


Hombre, unos cincuenta. No puedo evitar darme cuenta de la marca que ha dejado en su dedo anular una alianza, actualmente, ausente. Veinte minutos leyendo la sección de deportes de un periódico cualquiera, interrumpidos únicamente para levantar la vista y mirarme curiosamente de vez en cuando. Le sonrío y vuelvo a lo mío.

Hombre, treintaypocos, y por lo que he oído en sus múltiples llamadas (1º hermano; 2º Fran; 3º Desconocido) universitario (juraría que de derecho) y se acaba de mudar con su novia de toda la vida. Ayer fueron a una degustación «que estuvo muy bien» con toda su familia. Este miércoles es su cumpleaños. Me hubiera gustado saber cuántas primaveras cumplía.


Y así podría seguir hasta completar esta larga lista de pasajeros que parece no acabar. ¿Cuántas veces nos habremos cruzado? Puede que ninguna, puede que tantas. ¿Tan abstraídos estamos en nosotros mismos, el día a día, que ni nos paramos a observar nuestro alrededor?


Dos de ellos se bajan en mi parada. Encima. Hay que joderse.

Es fascinante la de cosas que se pueden aprender de una persona observando tan solo un instante de sus vidas. ¡Cuánto habrán vivido! Y, ¡Cuánto –con suerte– les quedará por vivir!


Un niño recita, aburrido, tiempos verbales, distrayéndose de vez en cuando contando chistes infantiles delante de su madre. Ella se ríe, pero no cesa de preguntar. Él, con expresión enfurruñada, vacila unos instantes y contesta correctamente. ¡Bien por él!

Sí, llamadme cotilla si queréis. Pero no puedo dejar de maravillarme cada vez que descubro –o, a menudo, imagino- vidas ajenas.
Realmente, no creo que seamos capaces ni de conocernos completamente a nosotros mismos. ¡Cómo para conocer a los demás! Unas siete mil millones de historias que ignoramos... Personalmente, tengo curiosidad. Aunque soy consciente de que ni con siete mil millones de vidas alcanzaría a descubrirlas...

¿Quién sabe? Puede que las personas anónimas que acabo de describir fueran solo personajes ficticios en un cuento recién inventado por mi –a veces loca- imaginación. O puede que no...

lunes, 24 de enero de 2011

- Lunes por la mañana -

Los lunes por la mañana son un buen día para escribir. Sobre cosas, pensamientos, personas atontadas y besos matinales. Pero como hoy ya he hablado de ello, poco escribiré.

Cansancio, sueños recientes (que ya no recuerdas), agua caliente, y una falta de ruidos que duerme a cualquiera. Sábanas, mensajes, bostezos, y una semana muy larga por delante.


*Taranaranaaa, Taranaranaaa*… Posponer. Mmmmmm… Agua. ¿Bebes? Buenos días princesa. ¿A qué hora llegas? Frío. Te echo de menos. Próxima. Espérame dentro. Tonto. ¿Cómo estás? Ahora mejor. Bésame. Café. Te amo. Café.


Me enamoro cada vez que le veo. Y, aunque no haya salido el sol, el día parece contento.

Definitivamente, hay que levantarse antes.

viernes, 21 de enero de 2011

- Finales -

Decisiones impermeables, a prueba de agua - de lágrimas.
Momentos incendiarios, que prenden tu ira - o tu corazón.
Sentimientos antagónicos - me odio, me amo.
Sonrisas a voces.
Gritos callados.

Voces que explican - aunque no hablan.
Ojos que te ven - pero sin mirarte.
Sueños que escogen - al azar - palabras.
Destinos cruzados.
Promesas lejanas.

Silencios que explotan - y que te arrastran.    
Puertas abiertas - selladas con almas.
Soles que queman - lunas que bailan.
Dulces murmullos. 
Susurros amargos.

Minutos que corren - minutos que faltan.
Sinfonías que brillan - apagadas. 
Señales que indican - a veces - atajos.

                            O principios que avisan - con sorna - finales.