Cuando Marcos se instaló en el asiento del conductor, sus ojos pedían una siesta a gritos. Salía un poco tarde, pero considerando que era viernes y que, por lo tanto, terminaba la jornada al mediodía, su fin de semana empezaba pronto. Pero llovía. Ah, cómo odiaba la lluvia... Aunque a ratos.
La odiaba cuando debía ir a algún sitio, y el asfalto mojado le impedía circular con normalidad. La odiaba también cuando, cargado de bolsas y sin manos para sujetar el paraguas, las gotas salpicaban su cara y se mofaban de él. Pero cuando más la odiaba era en los fines de semana. Coño, toda una semana viendo el sol brillar desde la oficina y ahora se ponía a llover.
Claro que, a veces, la lluvia también le enamoraba. Cuando le servía de excusa para un "no, lo siento, es que lloviendo no me apetece... Mejor otro día", y podía quedarse acurrucadito en el sofá, con la manta verde que tenía vete-tú-a-saber-cuántos años cubriéndole los pies desnudos. Ah... Entonces la besaría y le cantaría baladas si fuera necesario. Pero no era el caso, joder. Ahora le tocaba conducir. Así que también tocaba odiarla.
Poner la radio (primordial y necesario), salir del aparcamiento, dirigirse a la derecha hacia la autopista, coger la autopista, kilómetro uno, kilómetro dos, kilómetro tres... Kilómetro nueve, salir de la autopista, recorrer calles que-si-no-conoces-te-pierdes y, finalmente, llegar a tu triste apartamento, solitario, frío. Y encima lloviendo. Marcos tenía estudiadísimos los veinte minutos de trayecto del trabajo a casa. Y de casa al trabajo.
Pero ese viernes se detuvo en la gasolinera (kilómetro cinco) a repostar. Diez euros. Joder, cada vez me cunden menos. También hizo una llamada para desear a su madre un feliz cumpleaños. Y una feliz Navidad y un feliz Año Nuevo, ya que estamos. Total, llevaban años sin verse...
Una vez retomado el viaje, y ya en el kilómetro ocho, vislumbró una columna de humo negro. Su cerebro dedicó un segundo y medio a analizar los hechos: seguramente sería un accidente; una pena. Se empezaba a formar el típico atasco causado por los morbosos conductores, que incomprensiblemente sienten la irrefrenable necesidad de aminorar la marcha, curiosear y evaluar daños.
Cuando Marcos empezó a distinguir -entre los cláxones de los vehículos - unas estridentes sirenas detrás suyo, se desvió por la salida 56 - pasada el kilómetro nueve - y siguió su camino. Le quedaban cuatro minutos.
Me encanta el recurso vete-tu-a-saber, que-si-no-conoces-te-pierdes...Un feliz cumpleaños, una feliz navidad, feliz año, ya que estamos...
ResponderEliminarMagnífico, excepto porque faltan 4 minutos ;)
Es verdad que la lluvia produce sentimientos ambivalentes. Me gusta que llueva cuando salgo del trabajo; una lluvia fina, casi un chirimiri, que me haga sentir vivo tras horas encerrado en una oficina frente al ordenador. Los dos minutos que tardo del trabajo a la estación de metro son de intenso disfrute. Ahora bien, esa misma lluvia me desgasta anímicamente un sábado por la noche mientras me planteo si voy a salir a encontrarme con la ciudad y los animales nocturnos que la pueblan, tan ruidosos, coloridos, estridentes, bellos.
ResponderEliminarAh, la lluvia... Nos hace sentir más humanos, en todos los sentidos.
PD: Bien por actualizar; ¡estábamos caninos!
A mi la lluvia que me gusta es la de tormenta. La que cae en un agosto seco y caluroso y ves como el cielo da de beber a la tierra sedienta. Desde la ventana admiras como la cortina de agua se extiende por todo el valle... y sales al jardín, a la calle, a la terraza. Donde sea.
ResponderEliminarEsa lluvia es capaz de limpiar el alma.
Sales fuera, extiendes los brazos y miras arriba, con la boca abierta. Sonríes, y no sabes por qué, pero te gusta. La lluvia riega tu cara y te sientes nuevo. Te empapas. Ese momento dura unos minutos, pero son los minutos más apasionantes del verano.
"La lluvia atrapa los recuerdos, los hace nuestros hasta el fin. Al verla caer no ves agua, solo momentos que viviste y que quieres que vuelvan a ser."
ResponderEliminarA veure quan tornes a escriure alguna coseta..